Nuevo blogger

Desde el inicio de este año 2011, este blog pasa a escribirlo mi personaje más admirado, el jardinero. No es un ser irreal, pues tiene existencia en ese mundo que se halla más allá del tiempo y del espacio, en el Alam al-Mithal de los místicos sufíes, lo que Jung hubiera llamado el inconsciente colectivo.
Quién sabe, quizás sea él un ser real, y yo un personaje de su imaginación.
Grian
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16 mar 2011

El dolor y la muerte

Foto de Jon Sullivan, en PDPhoto.org
     
En los últimos días, nos han llegado noticias de unas graves inundaciones que han asolado los pueblos de una comarca vecina. Dicen que ha habido muchos muertos, y que la desolación se ha adueñado de unas tierras y unas ciudades que antaño fueron fértiles y hermosas.
       Hoy, tras la comida en la cabaña, me querido aprendiz —que dejó de serlo hace ya un tiempo— y yo hemos estado comentando lo sucedido delante del fuego del hogar.
       —¿Por qué ocurren estas cosas, jardinero? —ha preguntado él, evidentemente conmocionado con la noticia— ¿Por qué tiene que existir el dolor… y la muerte?
       No he podido evitar un profundo suspiro. ¿Por qué el dolor y la muerte en el mundo? La gran pregunta, la eterna pregunta del ser humano.
       —No lo sé —le he confesado—. Sólo sé que todos nos hemos preguntado eso alguna vez; que los seres humanos venimos preguntándonos eso desde que aprendimos a pensar, y que, al parecer, nadie ha dado todavía con una respuesta comprensible.
       —Tú has encontrado respuesta a muchos enigmas de la existencia contemplando la vida y el mundo natural a tu alrededor —me ha dicho desesperanzado—. ¿Quieres decir que para este gran enigma no has encontrado ninguna respuesta, jardinero?
       Le he mirado en silencio, con la tristeza atenazándome el pecho. Él estaba esperando una pequeña luz de mis labios, pero yo no podía dársela.
       —Los animales, ante el dolor y la muerte —me he sorprendido a mí mismo hablando de pronto—, no se preguntan por qué tiene que existir todo eso. Simplemente, no lo piensan. Viven, y sufren, el instante; y con eso les basta. No se aferran a ningún pensamiento, a ninguna pregunta sobre cuánto más durará el dolor, si morirán o no, ni por qué son así las cosas en la vida.  Simplemente, están en el presente. Cuando les duele, gimen y se lamentan.  Y, cuando mueren, mueren sin hacerse preguntas. Se limitan a vivir la experiencia, y nada más.
       —¿Quieres decir que el pensamiento nos traiciona? —ha preguntado él.
       —Bueno… —he vacilado— Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. El pensamiento tiene muchísimas ventajas, pero también tiene el inconveniente de que nos aleja del presente, y nos lleva por senderos tenebrosos.
       He callado por un instante, intentando encontrar yo también una luz entre las llamas del hogar.
       —También el dolor y la muerte pueden tener sus ventajas —he dicho de pronto en voz muy baja.
       —¿Cuáles? —ha preguntado mi aprendiz en un susurro.
       Le he mirado con ternura. «¡En qué gran hombre se está convirtiendo este muchacho!», he pensado para mí.
       —No me pidas que te abra mi alma con esto —he respondido, poniendo mi mano sobre su hombro—. Quizás el dolor y la muerte tienen sus secretos; unos extraños secretos que no admiten palabras ni maneras de comunicarlos.
       »Y, posiblemente, sólo nos transmitan su secreto al oído, ¡sólo para nosotros! —he añadido con la sensación de que en mi corazón había hallado una pizca de verdad—. Pero, para eso, tendremos que aceptar su compañía como la aceptan los animales, para que, en la quietud y el silencio, nos revelen sabiamente sus misterios.»


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23 ene 2011

¡Cuánta vida!


Esta mañana he dejado mi cabaña poco después del amanecer, y he seguido el sendero que, más allá del barranco de las tierras rojas, recorre el valle que lleva hasta el lago.

Durante la noche, el riachuelo que discurre por el fondo del valle se había congelado, y el camino que serpentea a su vera estaba cubierto de minúsculos cristales de hielo que centelleaban con el sol, creando una mágica alfombra luminosa bajo mis pies.

Poco antes de las gargantas rocosas por las que se oculta el río antes de llegar al lago, en un pequeño bosque de pinos somnolientos, me he desviado del sendero y he ascendido por las laderas del valle para ver las montañas en el esplendor de la mañana.

He buscado una buena atalaya bajo el sol y me he sentado en una roca, abrigándome con todo lo que mi manto podía ofrecerme de cobijo, y me he entregado a contemplar el paisaje que se abría a mis pies.

Las montañas, esbeltas y orgullosas, abrazaban una pequeña aldea en su regazo; mientras los pinos, las encinas, el romero y las aliagas dormitaban su ensueño invernal en las laderas.

Silencio…

Las lejanas voces de las ovejas, el ladrido distante del perro pastor, el rítmico golpeteo del pájaro carpintero en algún lugar ignoto, el casi imperceptible crepitar del picoteo de los pajarillos en las cercanías…

Silencio… Sí, silencio; pues todos esos sonidos formaban parte del omnipresente silencio de la vida que se extendía a mi alrededor… El silencio como todo que todo lo abarca, que da sentido y engloba a cualquier otro sonido en su esencia inalterable…

Silencio…

El calor del sol en mi piel; la luz del sol entrando por mis ojos hasta lo más profundo de mi alma, iluminándome por dentro, por fuera… Una tenue brisa que viene a despertar a los árboles para que dancen en sus sueños. Os saludo, hermanos árboles, benditos seáis por vuestra belleza, por vuestra serenidad, por vuestra mera presencia…

Presencia. Presencia…

La presencia de la Vida ante mí, dentro de mí, alrededor de mí, envolviéndome, abrazándome, olfateándome, sintiéndome, devolviendo mi saludo…

¡Cuánta vida!

Cientos de miles, millones de seres a mi alrededor, mudos, silenciosos, hermosos, dignos, inocentes, puros…

Todo Vida, dentro y fuera de mí… pero, ¿acaso hay un “mí”?

Todo Vida, todo Vida…



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17 nov 2010

Mentalidad de supervivencia

Hace algunos años tuve ocasión de presenciar una escena muy singular en las calles de Barcelona. Una mujer iba paseando a su pequeño perro por la misma acera por la que me encontraba yo. Al animal le faltaba una de las patas traseras, amputada a la altura de la cadera, y caminaba dificultosamente, dando saltos con la otra pata para impulsar la mitad posterior de su cuerpo y mantener el ritmo de las dos patas delanteras.

Mi primera reacción fue la de la compasión. Me encantan los animales, y ver una escena así me parte el corazón.

Pero el perro, un macho, se detuvo de pronto y olisqueó la pared. Pensé que quizás fuera a orinar, y entonces me pregunté cómo lo haría. La pared le quedaba en el lado contrario al de la pata amputada, por lo que supuse que tendría que girar ciento ochenta grados, con el fin de orinar por el lado donde la inexistencia de la extremidad la permitiría hacer sus necesidades sin más complicaciones.

Pero, para mi sorpresa, el perrillo levantó la pata trasera y, manteniéndose en un precario equilibrio sobre las dos patas delanteras, hizo lo que tenía que hacer como si tal cosa, como si su incapacidad no fuera más que un inconveniente solventable, una dificultad que no merecía demasiadas atenciones.

Las cejas se me quedaron encajadas entre las arrugas de la frente durante un buen rato, mientras me alejaba, mirando de hito en hito a aquel pequeño perro que, sin mediar siquiera una mirada, me había dado una lección de sencillez.

Es cierto que muchos seres humanos, ante situaciones similares, o incluso peores, son capaces de reaccionar de modos igual o más asombrosos, encomiables y valerosos. Pero tendremos que admitir que, debido a nuestra propia naturaleza humana, estas situaciones las cargamos con fuertes dosis de dramatismo.

No pretendo decir con esto que sea un error ese dramatismo, sobre todo en el caso de la persona que se ve afectada por la pérdida de algún miembro, situación difícil de lidiar psicológicamente. Simplemente, me remito a hacer notar las diferencias en la forma que tiene un animal de abordar la misma situación. Y es que nuestros procesos de pensamiento, que son los que incrementan y pueden llevar hasta el exceso nuestros procesos emocionales, nos hacen un flaco favor en estos casos… y en otros muchos.

Ante los problemas o las desgracias con los que nos enfrentamos todos en la vida, quizás convendría que aprendiéramos algo de la naturalidad y la sencillez con la que los animales, más próximos a su naturaleza esencial, abordan sus dificultades. Aquel perro de las calles de Barcelona ni siquiera debió plantearse cómo iba a hacer para orinar una pared desde el lado equivocado. Simplemente, levantó la pata instintivamente y aprendió a mantener el equilibrio sobre las patas delanteras. Así de fácil, sin más dramatismos, sin ningún subterfugio mental de impotencia o decepción, y mucho menos de autocompasión; sin preguntarse “¿podré o no podré hacerlo?”. Simplemente, algo así como “se hace lo que hay que hacer, y punto. Ya me apañaré”. Quizás podríamos llamarlo mentalidad de supervivencia.

A la vista de esto, no puedo dejar de preguntarme qué importancia tienen nuestros pequeños o grandes problemas cotidianos; porque, en definitiva, su importancia será siempre relativa, sobre todo desde una mentalidad de supervivencia.

“Ya me apañaré.”

22 abr 2010

Esperanza


En relación con el último post de este blog, se dio un curioso cruce de comentarios entre dos de los seguidores del mi página en Facebook (Josep y Luna) y quien escribe. Valorando lo que había escrito yo en ese post, Luna decía en su comentario: “Creo que la palabra que ha utilizado Josep define el contenido: Esperanza…” Y, entonces, me vino a la cabeza algo que, en algunos de los momentos más difíciles de mi vida, se convirtió en guía y directriz de mis pasos.
Me refiero a una escena de la película “Excalibur” (1981), de John Boorman.

Para quienes, como yo, gustan del ciclo mítico artúrico y conocen el valor que tienen los mitos y los símbolos míticos en el desarrollo y la supervivencia de las culturas (consúltese a Joseph Campbell o a Arnold Toynbee), esta película sigue siendo, a pesar de su edad, un maravilloso canto a la naturaleza humana, en sus más bajas y en sus más altas pasiones, y un magnífico reflejo, materializado en una película, de los arquetipos del inconsciente colectivo de los que hablara Jung. Incluso los eruditos universitarios expertos en el ciclo mítico artúrico reconocen el valor de este film y su gran aportación a la maraña de historias que lo vienen conformando desde hace siglos.

Pues bien, en esta película hay una escena que, desde la primera vez que la vi, no ha dejado de conmoverme. Pero convendrá situarla primero en la narración:

El rey Arturo ha caído en un profundo letargo (podríamos decir una depresión) que está poniendo en peligro la supervivencia del reino y de sus habitantes. La tierra se ha hecho estéril, el pueblo pasa hambre, y los caballeros de Arturo, los Caballeros de la Tabla Redonda, deciden salir en busca de la única solución: el Santo Grial.

La búsqueda se prolonga durante muchos años, y en ella muere la flor y nata de la caballería de Arturo. Perceval, el más inocente y puro de los caballeros, tuvo al alcance el Grial en una ocasión, pero el miedo le hizo dar un paso atrás, y desde entonces se recrimina no haber culminado tan trascendental misión, la de devolver la vitalidad a Arturo y, con ello, traer de nuevo la prosperidad y la felicidad a todo el reino (la Tierra Desolada en el mito).

Quedan ya muy pocos caballeros, el reino está sumido en el caos, y vemos a Perceval con una larga barba y los cabellos largos y enmarañados, con su armadura oxidada y desvencijada, deambulando por los bosques, buscando todavía el castillo del Grial. Perceval se encuentra con Lanzarote, el mejor caballero de Arturo, que ha abandonado las armas y se ha convertido en un ermitaño enloquecido, y le ruega que siga buscando el Grial con él. Pero Lanzarote, en un ataque de furia, arroja a Perceval con su armadura al fondo de un río.

Es entonces cuando tiene lugar la escena que tanto me cautiva.

Las imágenes pasan entonces a cámara lenta. Perceval, debido al peso de la armadura, se está ahogando en el río. Desesperado, comienza a desenlazarse las correas de sujeción de los distintos elementos de la armadura, que vemos cómo caen lentamente hacia el fondo, hasta que, finalmente, con un escueto taparrabos, Perceval consigue sacar la cabeza del agua y dar una gran bocanada (en la foto). Y, cuando alcanza la orilla, completamente derrotado, abatido, sin fuerzas, con la cabeza colgando de sus hombros, sintiéndose fracasado, dice en un murmullo: “Sólo me queda la esperanza. Es lo único que tengo”.

En ese momento, una gran luz le ilumina. El castillo del Grial aparece de nuevo ante él, y esta vez entra, desnudo, sin armadura, a diferencia de la primera ocasión, en el lugar santo. Es entonces cuando consigue el Grial y le devuelve la vida al rey y a la Tierra Desolada.

 

A parte del profundo simbolismo de esta escena (la necesidad de la “desnudez”, de desprenderse de todo aquello que nos hace gravitar hacia lo más bajo de nuestras naturalezas, para poder devolverle la vida a la Tierra Desolada, tan desolada como nuestra actual Tierra), esta escena de “Excalibur” es un hermosísimo canto a la esperanza.

Al igual que cualquier otro ser humano, yo también me he encontrado en algunos momentos en mi vida en que me he sentido completamente derrotado, abatido y sin fuerzas, completamente fracasado. Y en esos instantes, esta escena de la película de Boorman ha venido a mi memoria inesperadamente, como un bálsamo mágico dotado de voluntad, capaz de acudir en auxilio de quien lo necesita. Esas palabras, “Sólo me queda la esperanza. Es lo único que tengo”, son las que me han permitido seguir adelante en esos momentos tan duros, tan difíciles, tan oscuros. Esas palabras me han dado fuerzas para dar un pequeño pasito más, y luego otro, a veces con los ojos arrasados en lágrimas, para poco a poco empezar a atisbar una tenue luz a lo lejos, y alcanzar finalmente la luz de un nuevo día en mi interior.

En lo individual, estas palabras pueden ser tu tabla de salvación en tus momentos más amargos. Pero no me quiero limitar aquí a lo individual.

Desde un punto de vista colectivo, ante la imagen de la Tierra Desolada que se extiende a nuestro alrededor, quizás llegue el día en que sintamos que nos hemos quedado sin fuerzas, que estamos profundamente malheridos, que hemos fracasado, que hemos sido abandonados a nuestros destino, que los que están destruyendo la vida en la Tierra están venciendo definitivamente la batalla. Si llega ese momento, por favor, no olvidéis lo que os he contado aquí; o, mejor aún, buscad ya una copia de “Excalibur” y guardad en vuestro corazón para siempre esa mágica escena que tanto puede ayudarnos llegado el momento.

Mientras nos neguemos a rendirnos, seguiremos teniendo la esperanza de ver finalmente el mundo soñado a nuestro alrededor. Quizás, entonces, se nos aparezca el castillo del Grial en lo más profundo de nuestro corazón colectivo.

2 mar 2010

No es esto

"No es esto lo que yo hubiera querido dejar tras de mí; no, al menos, este lamento callado de arena y sal.

Yo hubiera preferido que todo fueran sonrisas, y destellos de sol sobre el lomo de las olas. Pero nuestra condición humana nos obliga a danzar como bufones, cargados de cascabeles, sonriendo en maquillaje lo que el ojo delata con una lágrima inoportuna.

No es esto lo que yo hubiera querido dejar tras de mí. Pero tampoco soy yo el que elige los frutos que nacen de mis ramas.

Frutas dulces y jugosas de antaño, y en ellas justifico mi paso por la vida; más los días de mis últimos años están regados con lluvias amargas, y son ellas las que han alimentado la tierra que se extiende a mis pies.

Quizás la Vida quiera dejar constancia de las sombras que cubren algunos recodos de este agreste camino. Quizás alguien encuentre refugio en mis palabras, para recuperar el aliento y la esperanza, sabiendo que algún otro pasó antes por aquí. Quizás, simplemente, algo en mí haya querido dejar una huella de mi pobre naturaleza de barro, antes de disolverse en la plenitud de un océano de gloria y esplendor.

No es esto lo que yo hubiera querido ofrecerte con una sonrisa de entre las cosechas de mi pecho. Pero el Sembrador ha dispueso así la temporada de esta humilde tierra, y yo no debo, ni quiero, torcer el ánimo a la savia ardiente de Su decreto.

No. No es esto lo que yo hubiera querido ofrecerte desde mi pecho. Pero, hoy, es lo único que guardo entre mis dedos."


(Escrito en el invierno de 2002, en Valencia, España.)

26 ene 2010

Cuando el cielo se te cae sobre la cabeza



He tenido abandonados mis blogs durante bastantes días, y es que hay días (y más días… y más días…) en que uno se levanta con el pie izquierdo y, súbitamente, todo se complica.
De pronto te ves sumergido en un sinfín de problemas —el ordenador se te rompe y te deja sin miles de archivos y decenas de programas esenciales; el talón que tenían que enviarte no te llega; el trabajo que te iba a salvar el mes no te lo envían; el banco te urge, en tanto que tus expectativas de trabajo son inciertas; recibes una queja de tu jefe que a ti se te antoja injustificada; las ocupaciones que llevas entre manos comienzan a exigir acciones urgentes, una tras otra; y, encima, aparece una gotera en la casa y se rompe la cerradura de la puerta del sótano—, y piensas que “te ha mirado un tuerto”, o que el Jefe (el de Arriba) se ha molestado contigo, o que la Vida te ha vuelto la espalda.  De pronto te sientes abrumado de preocupaciones, y no sabes por dónde empezar a buscar soluciones. Y te dan ganas de enviarlo todo al garete y hacerte eremita, o enrolarte en un buque mercante y largarte bien lejos.
Pero, de repente, escuchas una vocecilla por ahí dentro que dice, “¿De qué te quejas?”, e inmediatamente aparecen ante el ojo de tu mente todas esas imágenes de los informativos, como las del desastre de Haití en estos días, y te das cuenta de que tus problemas son nimios al lado de los problemas de todas esas gentes que sufren DE VERDAD, y que tus lamentos son como los lamentos de un niño que ha perdido un juguete insignificante; y entonces aún te sientes más miserable y ridículo que antes.
Y me obligo a recordarme aquello de “Tú no importas”, y me obligo a recordarme que importan los demás, importa la humanidad, importa la Vida, importa la Madre Tierra… Y no es que yo sea un monje renunciante ni un masoquista patológico; disfruto de todo lo que me ofrece la vida y disfruto de mis sentidos quizás más que cualquier hedonista empedernido (desarrollar la consciencia te permite “saborearlo” todo más). Lo que ocurre es que, una vez constatado por experiencia propia que “todo es Uno y tú eres eso”, te das cuenta de que esta pequeña parte de Eso que eres tú tampoco tiene demasiada importancia, cuando se compara con el resto de ese Tú global.
No, no me puedo quejar. Tengo un techo que me cobija y no paso frío, y como todos los días cuanto quiero comer, cosa que no puede decir la inmensa mayoría de la humanidad. Tengo una familia que me quiere y cuida de mí, unos hijos maravillosos y un numeroso grupo de amigos —mi tribu de Ávalon, en Valencia y en Andalucía— que ya lo querría para sí muchísima gente. Y tengo una compañera excepcionalmente hermosa y brillante, que tiene los mismos intereses que yo, con la que me puedo pasar horas conversando de estas cosas, y de la que sigo enamorado como un adolescente (algunas noches, mientras duerme, me quedo mirándola fascinado hasta que me duermo).
¿Qué más puedo pedir? ¿Acaso puedo pedir que todo, absolutamente todo, sea perfecto en mi vida?
Eso es un sinsentido, un absurdo. La vida tiene día y noche, luz y sombra, y estaciones… primavera, verano, otoño e invierno… y nadie puede esperar que su vida sea una eterna primavera en todos sus aspectos y en todo momento.  ¿Cómo disfrutaríamos tanto de la primavera, si no pasáramos por el invierno?
Y así, llega un momento en que uno piensa, «Quizás todo esto que te angustia es la puerta de salida hacia una realidad mejor. Quizás son los dolores del parto de un nuevo nacimiento en la vida”, y termino relajándome en mi tristeza, y acepto mi tristeza y me abrazo a ella, y le dejo que me acompañe sin mirarla aviesamente, sin rebelarme contra ella. (Aunque eso no me impide desesperarme con el ordenador cuando no encuentro el modo de que haga lo que el viejo ordenador hacía sin pensárselo.)
No. No me puedo quejar. Y, si me cae el cielo sobre la cabeza, me frotaré el chichón y veré qué puede haber de divertido en ese duro cielo.

3 ene 2010

Un propósito en la vida


"Todo en la tierra tiene un propósito, cada enfermedad una hierba que la cura, y cada persona una misión. Ésta es la teoría india de la existencia."


Mourning Dove (Paloma Huilota, en la foto), escritora nativa americana (1888-1936)




Esta cita de Mourning Dove, que he descubierto recientemente, ha supuesto para mí todo un hallazgo. ¡Me encanta la teoría india de la existencia! Aunque debo reconocer que me encanta, entre otras cosas, por un motivo personal.


En diciembre del año 1979, cuando tenía 22 años, decidí que debía consagrar mi vida a un propósito que verdaderamente valiera la pena. De eso hace ya 30 años. Y debo reconocer que esa misión a la que me consagré es la que le ha dado pleno sentido a mi existencia. Sin ella, siento que mi vida habría sido más... ¿cómo lo diría?... más aburrida, más anodina; quizás, una vida vacía de sentido.


Descubrir el propósito de la propia vida se convierte así, al menos para mí, en uno de los principales logros a los que podemos aspirar: el simple y, a la vez, decisivo logro de darle un rumbo y un destino al navío de nuestra existencia.


¿Cuántas vidas se han dilapidado navegando a la deriva, o con los rumbos marcados por una sociedad que busca la uniformidad de sus miembros? ¿Cuánta gente se ha encontrado, más allá de la mitad de su vida, con la oprimente sensación de haber desperdiciado sus años persiguiendo unos objetivos socialmente aceptables, pero que no les llevaron a ninguna parte?


En la vida, es de todo punto crucial prescindir de las directrices que nos ofrece nuestra cultura respecto a qué hacer con tu vida, y buscar íntimamente, en lo más profundo de tu corazón, lo que tu alma te pide que hagas con esa inmensa acumulación de energía que es tu propia existencia. Sólo así prestarás el mayor servicio posible a esa misma sociedad. Sólo así te prestarás el mayor servicio posible a ti mismo, a ti misma...


¿Qué vas a hacer con tu vida? Nunca es tarde para darle un rumbo a tu navío...

17 dic 2009

Vivir


Esta mañana, cuando iba a tomarme el café en la cafetería a la que suelo ir a dar un bocado, me he fijado en una de esas frases que, en ocasiones, uno se encuentra en los sobrecitos de azúcar. Era una frase de Napoleón Bonaparte.

No es que este hombre sea santo de mi devoción, pues nunca me han gustado aquéllos que se enzarzan en guerras absurdas por una cuestión de orgullo, vanidad o ansia de gloria, enviando a los jóvenes soldados a la muerte mientras ellos se quedan atrás jugando a sus particulares “war games” en un mapa. Pero lo cierto es que su frase me ha hecho sentirme un poco más cerca de él como ser humano.

“Prefiero sufrir a no sentir.”

Eso decía Napoleón al final de una frase más larga que ya no recuerdo. Y digo que me ha hecho sentirme un poco más cerca de él, en primer lugar, porque traslucía la experiencia humana que todos compartimos; y, en segundo lugar, porque yo podría suscribir esas palabras.

A lo largo de la vida, nos vemos sumergidos de pronto en tiempos que, por extraño que nos parezca, se nos antojan «demasiado» apacibles. Todo nos va relativamente bien, los días pasan sin grandes sobresaltos, unos tras otros, muy parecidos entre sí... Y, sin embargo, parece que nos falta algo, un “algo” que yo siempre he identificado con la Vida, con el hecho de vivir intensamente.
Se puede vivir intensamente con una gran alegría o una gran felicidad, con el amor correspondido, con los grandes logros y todo lo demás. Pero también vivimos intensamente a través de los contratiempos, de los reveses de la vida e, incluso, del dolor. Cierto es que en modo alguno es agradable, y que uno prefiere estar en cualquier otro lugar antes que pasándolo mal. Pero, allá en el fondo, aquél que en realidad uno es, esa consciencia serena que contempla la vida con sus vaivenes, esa consciencia que está por detrás de los pensamientos y que “sabe” que no es sus pensamientos, prefiere la intensidad de los malos ratos a la insoportable calma chicha del día a día no vivido, de esa vida pequeña y cansina que, por no arriesgarnos a sufrir, se nos pasa sin darnos cuenta.

Quizás por eso he hecho más de una locura en esta vida, locuras que en ocasiones me han llevado a pasarlo realmente mal. Y quizás por esto siento que, aunque me llegara la muerte mañana, podría irme al otro lado con cierta tranquilidad, con la serena convicción de haber vivido de verdad.

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