Nuevo blogger

Desde el inicio de este año 2011, este blog pasa a escribirlo mi personaje más admirado, el jardinero. No es un ser irreal, pues tiene existencia en ese mundo que se halla más allá del tiempo y del espacio, en el Alam al-Mithal de los místicos sufíes, lo que Jung hubiera llamado el inconsciente colectivo.
Quién sabe, quizás sea él un ser real, y yo un personaje de su imaginación.
Grian
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2 mar 2011

La ondina


         —¡Jardinero! ¡Jardinero! —escuché una suave y delicada voz en mi interior.
         No es la primera vez que me suceden cosas así, de modo que cerré los ojos y me sumergí en mí mismo con la intención de escuchar con más atención.
         —¡No, jardinero! ¡Aquí fuera! —oí decir a la voz entonces— ¡En el agua de la alberca!
         Llevaba un rato sentado en el borde de piedra de la alberca del Manantial de las Miradas. Había estado cavando la tierra bajo el sol, y me había tomado un pequeño respiro para disfrutar de la luz del atardecer.
         Miré en el agua de la alberca, pero no vi nada.
         —Mírame bien, jardinero —escuché de nuevo la delicada voz.
         Y entonces me percaté de que los destellos del sol en el agua formaban dos trémulos ojos y una sonrisa, e inmediatamente pude percibir un bello y etéreo rostro de mujer a su alrededor.
         —¿Quién eres? —le pregunté sorprendido.
         —Soy una ondina —respondió con una cautivadora sonrisa—. Un espíritu de las aguas.
         Hacía tiempo que venía viendo hadas, duendes y elfos en mi jardín, pero nunca había visto una ondina.
         —¿Y en qué puedo servirte? —le pregunté.
         Ella sonrió con un fulgor, y luego dijo:
         —Ayer vino una mujer del pueblo a mirarse en el espejo de la alberca, tal como tú les has sugerido a muchos…
         —Sí —reconocí—. A algunos de mis vecinos les aconsejo que busquen su mirada en el reflejo del manantial, pues a través de su propia mirada pueden descubrir el infinito de su verdadera esencia.
         —Pues esa mujer hizo lo que tú aconsejas —continuó la ondina—, y de pronto se echó a llorar. Sus lágrimas se fundieron con mi ser. Eran lágrimas muy amargas, y pude sentir el profundo dolor que le había llevado a derramarlas.
         »Intenté hablar con ella —dijo la ondina con una voz dulce—, pero, claro está, no me pudo escuchar.»
         —Creo que sé de quién se trata —le dije a la ondina—. ¿Era una mujer madura, de cabellos rojizos y con unos lazos en las mangas?
         —¡Sí, era ella! —respondió el espíritu de las aguas con una súbita agitación de las ondas.
         —¿Y por qué me cuentas esto? —pregunté.
         —Porque me quedé con un profundo pesar en el corazón al verla así, y yo no puedo ayudarla. Aunque escuchara mi voz en su pecho, creería que se trata de un engaño de su imaginación.
         —Ya entiendo —dije gravemente.
         —Si tú pudieras hablar con ella… creo que le haría mucho bien.
         Asentí con la cabeza y, luego, miré a la ondina con ternura.
         —¿Tanto te preocupas por nosotros, los seres humanos? —le pregunté.
         La joven dama del agua pareció turbarse, y entrecerró sus fulgurantes ojos.
         —No hay nosotros ni vosotros —respondió con un hilo de voz—. Los seres humanos también estáis hechos de agua, y vuestro dolor lo expresáis con nuestra esencia.
         Bien cierto era aquello, pensé para mí.
         —¿Hablarás con ella? —me preguntó anhelante.
         —Claro que sí —respondí—. Cuenta con ello.
         Y la ondina me deslumbró con el resplandeciente brillo de su sonrisa.
         —Y también le hablaré de ti —añadí—, para que venga a verte. Quizás entonces pueda distinguir tu voz más allá de sus fantasías.
        

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22 abr 2010

Esperanza


En relación con el último post de este blog, se dio un curioso cruce de comentarios entre dos de los seguidores del mi página en Facebook (Josep y Luna) y quien escribe. Valorando lo que había escrito yo en ese post, Luna decía en su comentario: “Creo que la palabra que ha utilizado Josep define el contenido: Esperanza…” Y, entonces, me vino a la cabeza algo que, en algunos de los momentos más difíciles de mi vida, se convirtió en guía y directriz de mis pasos.
Me refiero a una escena de la película “Excalibur” (1981), de John Boorman.

Para quienes, como yo, gustan del ciclo mítico artúrico y conocen el valor que tienen los mitos y los símbolos míticos en el desarrollo y la supervivencia de las culturas (consúltese a Joseph Campbell o a Arnold Toynbee), esta película sigue siendo, a pesar de su edad, un maravilloso canto a la naturaleza humana, en sus más bajas y en sus más altas pasiones, y un magnífico reflejo, materializado en una película, de los arquetipos del inconsciente colectivo de los que hablara Jung. Incluso los eruditos universitarios expertos en el ciclo mítico artúrico reconocen el valor de este film y su gran aportación a la maraña de historias que lo vienen conformando desde hace siglos.

Pues bien, en esta película hay una escena que, desde la primera vez que la vi, no ha dejado de conmoverme. Pero convendrá situarla primero en la narración:

El rey Arturo ha caído en un profundo letargo (podríamos decir una depresión) que está poniendo en peligro la supervivencia del reino y de sus habitantes. La tierra se ha hecho estéril, el pueblo pasa hambre, y los caballeros de Arturo, los Caballeros de la Tabla Redonda, deciden salir en busca de la única solución: el Santo Grial.

La búsqueda se prolonga durante muchos años, y en ella muere la flor y nata de la caballería de Arturo. Perceval, el más inocente y puro de los caballeros, tuvo al alcance el Grial en una ocasión, pero el miedo le hizo dar un paso atrás, y desde entonces se recrimina no haber culminado tan trascendental misión, la de devolver la vitalidad a Arturo y, con ello, traer de nuevo la prosperidad y la felicidad a todo el reino (la Tierra Desolada en el mito).

Quedan ya muy pocos caballeros, el reino está sumido en el caos, y vemos a Perceval con una larga barba y los cabellos largos y enmarañados, con su armadura oxidada y desvencijada, deambulando por los bosques, buscando todavía el castillo del Grial. Perceval se encuentra con Lanzarote, el mejor caballero de Arturo, que ha abandonado las armas y se ha convertido en un ermitaño enloquecido, y le ruega que siga buscando el Grial con él. Pero Lanzarote, en un ataque de furia, arroja a Perceval con su armadura al fondo de un río.

Es entonces cuando tiene lugar la escena que tanto me cautiva.

Las imágenes pasan entonces a cámara lenta. Perceval, debido al peso de la armadura, se está ahogando en el río. Desesperado, comienza a desenlazarse las correas de sujeción de los distintos elementos de la armadura, que vemos cómo caen lentamente hacia el fondo, hasta que, finalmente, con un escueto taparrabos, Perceval consigue sacar la cabeza del agua y dar una gran bocanada (en la foto). Y, cuando alcanza la orilla, completamente derrotado, abatido, sin fuerzas, con la cabeza colgando de sus hombros, sintiéndose fracasado, dice en un murmullo: “Sólo me queda la esperanza. Es lo único que tengo”.

En ese momento, una gran luz le ilumina. El castillo del Grial aparece de nuevo ante él, y esta vez entra, desnudo, sin armadura, a diferencia de la primera ocasión, en el lugar santo. Es entonces cuando consigue el Grial y le devuelve la vida al rey y a la Tierra Desolada.

 

A parte del profundo simbolismo de esta escena (la necesidad de la “desnudez”, de desprenderse de todo aquello que nos hace gravitar hacia lo más bajo de nuestras naturalezas, para poder devolverle la vida a la Tierra Desolada, tan desolada como nuestra actual Tierra), esta escena de “Excalibur” es un hermosísimo canto a la esperanza.

Al igual que cualquier otro ser humano, yo también me he encontrado en algunos momentos en mi vida en que me he sentido completamente derrotado, abatido y sin fuerzas, completamente fracasado. Y en esos instantes, esta escena de la película de Boorman ha venido a mi memoria inesperadamente, como un bálsamo mágico dotado de voluntad, capaz de acudir en auxilio de quien lo necesita. Esas palabras, “Sólo me queda la esperanza. Es lo único que tengo”, son las que me han permitido seguir adelante en esos momentos tan duros, tan difíciles, tan oscuros. Esas palabras me han dado fuerzas para dar un pequeño pasito más, y luego otro, a veces con los ojos arrasados en lágrimas, para poco a poco empezar a atisbar una tenue luz a lo lejos, y alcanzar finalmente la luz de un nuevo día en mi interior.

En lo individual, estas palabras pueden ser tu tabla de salvación en tus momentos más amargos. Pero no me quiero limitar aquí a lo individual.

Desde un punto de vista colectivo, ante la imagen de la Tierra Desolada que se extiende a nuestro alrededor, quizás llegue el día en que sintamos que nos hemos quedado sin fuerzas, que estamos profundamente malheridos, que hemos fracasado, que hemos sido abandonados a nuestros destino, que los que están destruyendo la vida en la Tierra están venciendo definitivamente la batalla. Si llega ese momento, por favor, no olvidéis lo que os he contado aquí; o, mejor aún, buscad ya una copia de “Excalibur” y guardad en vuestro corazón para siempre esa mágica escena que tanto puede ayudarnos llegado el momento.

Mientras nos neguemos a rendirnos, seguiremos teniendo la esperanza de ver finalmente el mundo soñado a nuestro alrededor. Quizás, entonces, se nos aparezca el castillo del Grial en lo más profundo de nuestro corazón colectivo.

2 mar 2010

No es esto

"No es esto lo que yo hubiera querido dejar tras de mí; no, al menos, este lamento callado de arena y sal.

Yo hubiera preferido que todo fueran sonrisas, y destellos de sol sobre el lomo de las olas. Pero nuestra condición humana nos obliga a danzar como bufones, cargados de cascabeles, sonriendo en maquillaje lo que el ojo delata con una lágrima inoportuna.

No es esto lo que yo hubiera querido dejar tras de mí. Pero tampoco soy yo el que elige los frutos que nacen de mis ramas.

Frutas dulces y jugosas de antaño, y en ellas justifico mi paso por la vida; más los días de mis últimos años están regados con lluvias amargas, y son ellas las que han alimentado la tierra que se extiende a mis pies.

Quizás la Vida quiera dejar constancia de las sombras que cubren algunos recodos de este agreste camino. Quizás alguien encuentre refugio en mis palabras, para recuperar el aliento y la esperanza, sabiendo que algún otro pasó antes por aquí. Quizás, simplemente, algo en mí haya querido dejar una huella de mi pobre naturaleza de barro, antes de disolverse en la plenitud de un océano de gloria y esplendor.

No es esto lo que yo hubiera querido ofrecerte con una sonrisa de entre las cosechas de mi pecho. Pero el Sembrador ha dispueso así la temporada de esta humilde tierra, y yo no debo, ni quiero, torcer el ánimo a la savia ardiente de Su decreto.

No. No es esto lo que yo hubiera querido ofrecerte desde mi pecho. Pero, hoy, es lo único que guardo entre mis dedos."


(Escrito en el invierno de 2002, en Valencia, España.)

26 ene 2010

Cuando el cielo se te cae sobre la cabeza



He tenido abandonados mis blogs durante bastantes días, y es que hay días (y más días… y más días…) en que uno se levanta con el pie izquierdo y, súbitamente, todo se complica.
De pronto te ves sumergido en un sinfín de problemas —el ordenador se te rompe y te deja sin miles de archivos y decenas de programas esenciales; el talón que tenían que enviarte no te llega; el trabajo que te iba a salvar el mes no te lo envían; el banco te urge, en tanto que tus expectativas de trabajo son inciertas; recibes una queja de tu jefe que a ti se te antoja injustificada; las ocupaciones que llevas entre manos comienzan a exigir acciones urgentes, una tras otra; y, encima, aparece una gotera en la casa y se rompe la cerradura de la puerta del sótano—, y piensas que “te ha mirado un tuerto”, o que el Jefe (el de Arriba) se ha molestado contigo, o que la Vida te ha vuelto la espalda.  De pronto te sientes abrumado de preocupaciones, y no sabes por dónde empezar a buscar soluciones. Y te dan ganas de enviarlo todo al garete y hacerte eremita, o enrolarte en un buque mercante y largarte bien lejos.
Pero, de repente, escuchas una vocecilla por ahí dentro que dice, “¿De qué te quejas?”, e inmediatamente aparecen ante el ojo de tu mente todas esas imágenes de los informativos, como las del desastre de Haití en estos días, y te das cuenta de que tus problemas son nimios al lado de los problemas de todas esas gentes que sufren DE VERDAD, y que tus lamentos son como los lamentos de un niño que ha perdido un juguete insignificante; y entonces aún te sientes más miserable y ridículo que antes.
Y me obligo a recordarme aquello de “Tú no importas”, y me obligo a recordarme que importan los demás, importa la humanidad, importa la Vida, importa la Madre Tierra… Y no es que yo sea un monje renunciante ni un masoquista patológico; disfruto de todo lo que me ofrece la vida y disfruto de mis sentidos quizás más que cualquier hedonista empedernido (desarrollar la consciencia te permite “saborearlo” todo más). Lo que ocurre es que, una vez constatado por experiencia propia que “todo es Uno y tú eres eso”, te das cuenta de que esta pequeña parte de Eso que eres tú tampoco tiene demasiada importancia, cuando se compara con el resto de ese Tú global.
No, no me puedo quejar. Tengo un techo que me cobija y no paso frío, y como todos los días cuanto quiero comer, cosa que no puede decir la inmensa mayoría de la humanidad. Tengo una familia que me quiere y cuida de mí, unos hijos maravillosos y un numeroso grupo de amigos —mi tribu de Ávalon, en Valencia y en Andalucía— que ya lo querría para sí muchísima gente. Y tengo una compañera excepcionalmente hermosa y brillante, que tiene los mismos intereses que yo, con la que me puedo pasar horas conversando de estas cosas, y de la que sigo enamorado como un adolescente (algunas noches, mientras duerme, me quedo mirándola fascinado hasta que me duermo).
¿Qué más puedo pedir? ¿Acaso puedo pedir que todo, absolutamente todo, sea perfecto en mi vida?
Eso es un sinsentido, un absurdo. La vida tiene día y noche, luz y sombra, y estaciones… primavera, verano, otoño e invierno… y nadie puede esperar que su vida sea una eterna primavera en todos sus aspectos y en todo momento.  ¿Cómo disfrutaríamos tanto de la primavera, si no pasáramos por el invierno?
Y así, llega un momento en que uno piensa, «Quizás todo esto que te angustia es la puerta de salida hacia una realidad mejor. Quizás son los dolores del parto de un nuevo nacimiento en la vida”, y termino relajándome en mi tristeza, y acepto mi tristeza y me abrazo a ella, y le dejo que me acompañe sin mirarla aviesamente, sin rebelarme contra ella. (Aunque eso no me impide desesperarme con el ordenador cuando no encuentro el modo de que haga lo que el viejo ordenador hacía sin pensárselo.)
No. No me puedo quejar. Y, si me cae el cielo sobre la cabeza, me frotaré el chichón y veré qué puede haber de divertido en ese duro cielo.

22 dic 2009

En las orillas del tiempo


"Desde que llegué a esta playa, tres palabras asaltan mis pensamientos cada vez que rebusco entre los espejismos de mi soledad, tres palabras con las que parecería que algo, o alguien, pretende poner las cosas en su sitio dentro de mí: 'Tú no importas'.

Las escuché en mi interior en el primer paseo que di por estas orillas, hace ya tres meses; y, de cuando en cuando, vuelven a escurrirse por entre los velos de mi conciencia, como un amigo inoportuno que intenta hacerte recordar aquello que, bien lo sabes, no deberías haber olvidado. Al fin y al cabo, esas tres palabras vendrían a ser el sumario de lo mucho o poco que pude concluir durante el tiempo que estuve en el desierto intentando recomponer mi vida.

'Tú no importas'.

Suenan en mi interior insistentemente, para interrumpir mis reflexiones, para mitigar mi llanto, para hacerme sentir estúpido en mi amargura, para recordarme que, una vez, hace ya mucho tiempo, decidí consagrar mi vida a algo muy diferente de mí mismo.

'Tú no importas'.

En los días más sombríos de mi alma, cuando, cabizbajo, busco un rincón entre las rocas, junto a las olas, cuando las lágrimas acuden a mis ojos y se me quiebra el pecho, esas tres palabras me devuelven a la realidad última:

No importan las olas, fugaces prisioneras del mar, que, intentando prolongar su ilusoria existencia individual, no pueden más que morir ahogadas en la arena. Sólo el mar importa, por siempre uno, dueño de olas y mareas.

No importa la ola, sino el océano que la anima, y el cometido que éste le encomendó cuando se aproximaba a las sombrías playas del tiempo."


Es éste un fragmento de un libro que comencé a escribir en 2002, poco antes de escribir La rosa de la paz, pero que, a diferencia de éste, no lo terminé. Era el fruto del mismo dolor, y el mismo desenlace, que dejé traslucir en el relato central de La rosa de la paz, en un tiempo que pasé viviendo junto a un pequeño puerto y una playa de Valencia.

He sentido que debía compartirlo con vosotros.


11 dic 2009

Regreso al manantial


En el prólogo de mi cuarto libro, El manantial de las miradas, que era una continuación de El jardinero, decía que, tras una etapa difícil de mi vida, estaba necesitando regresar al jardín, a ese paisaje de mi alma donde habían tenido lugar los acontecimientos narrados en El jardinero. Y, dentro de ese jardín de mi imaginación, uno de los lugares más íntimos y secretos, uno de mis lugares más queridos, era el Manantial de las Miradas.

Cuando pensé en desarrollar un segundo blog personal (el primero, Guerreros del Arcoiris, se compone básicamente de artículos), lo hice con la idea de crear un espacio más íntimo y reservado, menos intelectual y más del corazón; un espacio donde dejar salir mis reflexiones personales, mis movimientos anímicos, mis esperanzas, mis ilusiones, mis sueños y, por qué no, también mis sentimientos.

Quizás por eso me desperté la otra mañana con la certeza de que este blog debía llamarse "El Manantial de las Miradas", porque ése era uno de los lugares donde podría dejarme llevar por el corazón.

Así pues, te animo a que me sigas en este blog con el corazón abierto. Por mi parte, yo intentaré hacer lo mismo. Quizás, así, hallemos un punto para el encuentro en las fértiles praderas de la imaginación.

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