Nuevo blogger

Desde el inicio de este año 2011, este blog pasa a escribirlo mi personaje más admirado, el jardinero. No es un ser irreal, pues tiene existencia en ese mundo que se halla más allá del tiempo y del espacio, en el Alam al-Mithal de los místicos sufíes, lo que Jung hubiera llamado el inconsciente colectivo.
Quién sabe, quizás sea él un ser real, y yo un personaje de su imaginación.
Grian
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16 mar 2011

El dolor y la muerte

Foto de Jon Sullivan, en PDPhoto.org
     
En los últimos días, nos han llegado noticias de unas graves inundaciones que han asolado los pueblos de una comarca vecina. Dicen que ha habido muchos muertos, y que la desolación se ha adueñado de unas tierras y unas ciudades que antaño fueron fértiles y hermosas.
       Hoy, tras la comida en la cabaña, me querido aprendiz —que dejó de serlo hace ya un tiempo— y yo hemos estado comentando lo sucedido delante del fuego del hogar.
       —¿Por qué ocurren estas cosas, jardinero? —ha preguntado él, evidentemente conmocionado con la noticia— ¿Por qué tiene que existir el dolor… y la muerte?
       No he podido evitar un profundo suspiro. ¿Por qué el dolor y la muerte en el mundo? La gran pregunta, la eterna pregunta del ser humano.
       —No lo sé —le he confesado—. Sólo sé que todos nos hemos preguntado eso alguna vez; que los seres humanos venimos preguntándonos eso desde que aprendimos a pensar, y que, al parecer, nadie ha dado todavía con una respuesta comprensible.
       —Tú has encontrado respuesta a muchos enigmas de la existencia contemplando la vida y el mundo natural a tu alrededor —me ha dicho desesperanzado—. ¿Quieres decir que para este gran enigma no has encontrado ninguna respuesta, jardinero?
       Le he mirado en silencio, con la tristeza atenazándome el pecho. Él estaba esperando una pequeña luz de mis labios, pero yo no podía dársela.
       —Los animales, ante el dolor y la muerte —me he sorprendido a mí mismo hablando de pronto—, no se preguntan por qué tiene que existir todo eso. Simplemente, no lo piensan. Viven, y sufren, el instante; y con eso les basta. No se aferran a ningún pensamiento, a ninguna pregunta sobre cuánto más durará el dolor, si morirán o no, ni por qué son así las cosas en la vida.  Simplemente, están en el presente. Cuando les duele, gimen y se lamentan.  Y, cuando mueren, mueren sin hacerse preguntas. Se limitan a vivir la experiencia, y nada más.
       —¿Quieres decir que el pensamiento nos traiciona? —ha preguntado él.
       —Bueno… —he vacilado— Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. El pensamiento tiene muchísimas ventajas, pero también tiene el inconveniente de que nos aleja del presente, y nos lleva por senderos tenebrosos.
       He callado por un instante, intentando encontrar yo también una luz entre las llamas del hogar.
       —También el dolor y la muerte pueden tener sus ventajas —he dicho de pronto en voz muy baja.
       —¿Cuáles? —ha preguntado mi aprendiz en un susurro.
       Le he mirado con ternura. «¡En qué gran hombre se está convirtiendo este muchacho!», he pensado para mí.
       —No me pidas que te abra mi alma con esto —he respondido, poniendo mi mano sobre su hombro—. Quizás el dolor y la muerte tienen sus secretos; unos extraños secretos que no admiten palabras ni maneras de comunicarlos.
       »Y, posiblemente, sólo nos transmitan su secreto al oído, ¡sólo para nosotros! —he añadido con la sensación de que en mi corazón había hallado una pizca de verdad—. Pero, para eso, tendremos que aceptar su compañía como la aceptan los animales, para que, en la quietud y el silencio, nos revelen sabiamente sus misterios.»


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17 nov 2010

Mentalidad de supervivencia

Hace algunos años tuve ocasión de presenciar una escena muy singular en las calles de Barcelona. Una mujer iba paseando a su pequeño perro por la misma acera por la que me encontraba yo. Al animal le faltaba una de las patas traseras, amputada a la altura de la cadera, y caminaba dificultosamente, dando saltos con la otra pata para impulsar la mitad posterior de su cuerpo y mantener el ritmo de las dos patas delanteras.

Mi primera reacción fue la de la compasión. Me encantan los animales, y ver una escena así me parte el corazón.

Pero el perro, un macho, se detuvo de pronto y olisqueó la pared. Pensé que quizás fuera a orinar, y entonces me pregunté cómo lo haría. La pared le quedaba en el lado contrario al de la pata amputada, por lo que supuse que tendría que girar ciento ochenta grados, con el fin de orinar por el lado donde la inexistencia de la extremidad la permitiría hacer sus necesidades sin más complicaciones.

Pero, para mi sorpresa, el perrillo levantó la pata trasera y, manteniéndose en un precario equilibrio sobre las dos patas delanteras, hizo lo que tenía que hacer como si tal cosa, como si su incapacidad no fuera más que un inconveniente solventable, una dificultad que no merecía demasiadas atenciones.

Las cejas se me quedaron encajadas entre las arrugas de la frente durante un buen rato, mientras me alejaba, mirando de hito en hito a aquel pequeño perro que, sin mediar siquiera una mirada, me había dado una lección de sencillez.

Es cierto que muchos seres humanos, ante situaciones similares, o incluso peores, son capaces de reaccionar de modos igual o más asombrosos, encomiables y valerosos. Pero tendremos que admitir que, debido a nuestra propia naturaleza humana, estas situaciones las cargamos con fuertes dosis de dramatismo.

No pretendo decir con esto que sea un error ese dramatismo, sobre todo en el caso de la persona que se ve afectada por la pérdida de algún miembro, situación difícil de lidiar psicológicamente. Simplemente, me remito a hacer notar las diferencias en la forma que tiene un animal de abordar la misma situación. Y es que nuestros procesos de pensamiento, que son los que incrementan y pueden llevar hasta el exceso nuestros procesos emocionales, nos hacen un flaco favor en estos casos… y en otros muchos.

Ante los problemas o las desgracias con los que nos enfrentamos todos en la vida, quizás convendría que aprendiéramos algo de la naturalidad y la sencillez con la que los animales, más próximos a su naturaleza esencial, abordan sus dificultades. Aquel perro de las calles de Barcelona ni siquiera debió plantearse cómo iba a hacer para orinar una pared desde el lado equivocado. Simplemente, levantó la pata instintivamente y aprendió a mantener el equilibrio sobre las patas delanteras. Así de fácil, sin más dramatismos, sin ningún subterfugio mental de impotencia o decepción, y mucho menos de autocompasión; sin preguntarse “¿podré o no podré hacerlo?”. Simplemente, algo así como “se hace lo que hay que hacer, y punto. Ya me apañaré”. Quizás podríamos llamarlo mentalidad de supervivencia.

A la vista de esto, no puedo dejar de preguntarme qué importancia tienen nuestros pequeños o grandes problemas cotidianos; porque, en definitiva, su importancia será siempre relativa, sobre todo desde una mentalidad de supervivencia.

“Ya me apañaré.”

17 dic 2009

Vivir


Esta mañana, cuando iba a tomarme el café en la cafetería a la que suelo ir a dar un bocado, me he fijado en una de esas frases que, en ocasiones, uno se encuentra en los sobrecitos de azúcar. Era una frase de Napoleón Bonaparte.

No es que este hombre sea santo de mi devoción, pues nunca me han gustado aquéllos que se enzarzan en guerras absurdas por una cuestión de orgullo, vanidad o ansia de gloria, enviando a los jóvenes soldados a la muerte mientras ellos se quedan atrás jugando a sus particulares “war games” en un mapa. Pero lo cierto es que su frase me ha hecho sentirme un poco más cerca de él como ser humano.

“Prefiero sufrir a no sentir.”

Eso decía Napoleón al final de una frase más larga que ya no recuerdo. Y digo que me ha hecho sentirme un poco más cerca de él, en primer lugar, porque traslucía la experiencia humana que todos compartimos; y, en segundo lugar, porque yo podría suscribir esas palabras.

A lo largo de la vida, nos vemos sumergidos de pronto en tiempos que, por extraño que nos parezca, se nos antojan «demasiado» apacibles. Todo nos va relativamente bien, los días pasan sin grandes sobresaltos, unos tras otros, muy parecidos entre sí... Y, sin embargo, parece que nos falta algo, un “algo” que yo siempre he identificado con la Vida, con el hecho de vivir intensamente.
Se puede vivir intensamente con una gran alegría o una gran felicidad, con el amor correspondido, con los grandes logros y todo lo demás. Pero también vivimos intensamente a través de los contratiempos, de los reveses de la vida e, incluso, del dolor. Cierto es que en modo alguno es agradable, y que uno prefiere estar en cualquier otro lugar antes que pasándolo mal. Pero, allá en el fondo, aquél que en realidad uno es, esa consciencia serena que contempla la vida con sus vaivenes, esa consciencia que está por detrás de los pensamientos y que “sabe” que no es sus pensamientos, prefiere la intensidad de los malos ratos a la insoportable calma chicha del día a día no vivido, de esa vida pequeña y cansina que, por no arriesgarnos a sufrir, se nos pasa sin darnos cuenta.

Quizás por eso he hecho más de una locura en esta vida, locuras que en ocasiones me han llevado a pasarlo realmente mal. Y quizás por esto siento que, aunque me llegara la muerte mañana, podría irme al otro lado con cierta tranquilidad, con la serena convicción de haber vivido de verdad.

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