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Desde el inicio de este año 2011, este blog pasa a escribirlo mi personaje más admirado, el jardinero. No es un ser irreal, pues tiene existencia en ese mundo que se halla más allá del tiempo y del espacio, en el Alam al-Mithal de los místicos sufíes, lo que Jung hubiera llamado el inconsciente colectivo.
Quién sabe, quizás sea él un ser real, y yo un personaje de su imaginación.
Grian
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28 ene 2011

Buscando la luz

Fotografía de Kath Featherstone

La joven de los ojos negros viene todos los días a mi jardín. Me busca en la cabaña para darme los buenos días y, si no me encuentra allí, me busca entre los macizos de flores o en las pequeñas y frondosas florestas del jardín.
     Pero el otro día no debió encontrarme, pues la descubrí yo a ella, avanzada la mañana, frente a una pequeña arboleda, contemplando un pino cuyo tronco se retorcía y trazaba una amplia curva antes de elevar sus ramas hacia el cielo.
     —Jardinero —me dijo sin mirarme, al escuchar mis pasos—, ¿por qué hay árboles que se curvan y se retuercen, en lugar de crecer derechos al cielo como todos los demás?
     —Porque, buscando la luz —respondí—, se alejan del sitio en el que sacaron su primer brote, extendiéndose hasta alcanzar un lugar donde les acaricie el sol.
     La muchacha me miró con el ceño fruncido, como reflexionando en mis palabras, extrañada.
     —Entonces —dijo acto seguido—, las personas retorcidas… ¿son así porque también están buscando la luz?
     Aquella pregunta me sorprendió mucho. Claro está que no esperaba que extrajera aquella conclusión.
     —Bueno… —vacilé— Las personas, a veces, también tenemos que alejarnos de lo que hubiera sido nuestro sendero de crecimiento normal para buscar la luz. Hay personas que crecen en ambientes muy sombríos, y en su búsqueda de luz se ven obligadas a trazar grandes curvas, incluso a retorcerse, para obtener un poco de claridad. Aunque, en ocasiones, como les pasa a muchos árboles, no consiguen extenderse lo suficiente como para recibir los rayos del sol.
     —Entiendo —dijo ella—. Hay árboles que se retuercen al principio, pero luego encuentran los rayos del sol y entonces crecen rectos hacia el cielo. Pero hay otros árboles que no consiguen asomarse hasta la luz, y por eso se retuercen una y otra vez, buscando a tientas el sol que les alimente, ¿no?
     —Sí… algo así… —respondí vacilante— Y, sin embargo, hay otros árboles que, habiendo nacido en un ambiente sombrío, se esfuerzan por crecer derechos hacia el cielo hasta superar las copas de los árboles que les rodean, y no llegan a retorcerse nunca.
     —Sí —se apresuró a confirmar ella—. He visto árboles así, con un tronco delgadito, pero muy recto, y muy alto, que terminaban por asomar por encima de otros árboles más viejos y robustos…
     —Son árboles con un espíritu indomable —continué yo—, y terminan viendo el mundo desde más altura que los demás, desde la atalaya de sus ramas más elevadas.
     —¿Eres tú uno de esos árboles, jardinero? —me preguntó la joven de los ojos negros con una inocente sonrisa.
     —No, muchacha. No soy uno de esos árboles —respondí—. Yo nací y crecí en un lugar bañado por el sol, y no tuve que hacer esos esfuerzos para buscar la luz.
     —Entonces, debiste echar tu primer brote en una montaña —concluyó ella sorprendiéndome de nuevo.
     —Eso sí —accedí—. Las montañas me ofrecieron siempre la visión que por mí mismo no hubiera sido capaz de alcanzar.

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23 ene 2011

¡Cuánta vida!


Esta mañana he dejado mi cabaña poco después del amanecer, y he seguido el sendero que, más allá del barranco de las tierras rojas, recorre el valle que lleva hasta el lago.

Durante la noche, el riachuelo que discurre por el fondo del valle se había congelado, y el camino que serpentea a su vera estaba cubierto de minúsculos cristales de hielo que centelleaban con el sol, creando una mágica alfombra luminosa bajo mis pies.

Poco antes de las gargantas rocosas por las que se oculta el río antes de llegar al lago, en un pequeño bosque de pinos somnolientos, me he desviado del sendero y he ascendido por las laderas del valle para ver las montañas en el esplendor de la mañana.

He buscado una buena atalaya bajo el sol y me he sentado en una roca, abrigándome con todo lo que mi manto podía ofrecerme de cobijo, y me he entregado a contemplar el paisaje que se abría a mis pies.

Las montañas, esbeltas y orgullosas, abrazaban una pequeña aldea en su regazo; mientras los pinos, las encinas, el romero y las aliagas dormitaban su ensueño invernal en las laderas.

Silencio…

Las lejanas voces de las ovejas, el ladrido distante del perro pastor, el rítmico golpeteo del pájaro carpintero en algún lugar ignoto, el casi imperceptible crepitar del picoteo de los pajarillos en las cercanías…

Silencio… Sí, silencio; pues todos esos sonidos formaban parte del omnipresente silencio de la vida que se extendía a mi alrededor… El silencio como todo que todo lo abarca, que da sentido y engloba a cualquier otro sonido en su esencia inalterable…

Silencio…

El calor del sol en mi piel; la luz del sol entrando por mis ojos hasta lo más profundo de mi alma, iluminándome por dentro, por fuera… Una tenue brisa que viene a despertar a los árboles para que dancen en sus sueños. Os saludo, hermanos árboles, benditos seáis por vuestra belleza, por vuestra serenidad, por vuestra mera presencia…

Presencia. Presencia…

La presencia de la Vida ante mí, dentro de mí, alrededor de mí, envolviéndome, abrazándome, olfateándome, sintiéndome, devolviendo mi saludo…

¡Cuánta vida!

Cientos de miles, millones de seres a mi alrededor, mudos, silenciosos, hermosos, dignos, inocentes, puros…

Todo Vida, dentro y fuera de mí… pero, ¿acaso hay un “mí”?

Todo Vida, todo Vida…



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7 ene 2011

La fuerza de un roble


Anoche vino un joven del pueblo a verme a la cabaña. Entre lágrimas, me contó que estaba pasando por un trance muy difícil en su vida y que, por momentos, se sentía desfallecer, y se veía ya sin fuerzas para seguir adelante.
      —¿De dónde puedo extraer fuerzas ya, jardinero? —me preguntó con una mirada que me conmovió— Dime qué puedo hacer para continuar en pie y no derrumbarme ante esta adversidad.
      —¿Qué le da al roble su solidez para mantenerse en pie ante el furioso vendaval o ante las acometidas embravecidas de la crecida? —le pregunté yo.
      El joven dudó antes de responder.
      —¿Su recio tronco, quizás? —tanteó él.
      Negué con la cabeza.
      —Lo que le da su solidez es lo que no puedes ver de él —le dije.
      —¡Las raíces, claro! —exclamó.
      —Con ellas se sujeta firmemente a la tierra —le expliqué—, y es la tierra la que le da el poder para no dejarse vencer por el viento y por las aguas.
      —¿Y cuáles son mis raíces? —preguntó el joven.
      —Lo que nadie puede ver de ti —contesté—. Aquello que te conecta con la tierra y te da su poder. Eso es lo que te dará las fuerzas de las que careces ahora.
      Esta mañana, al salir de la cabaña, le he visto sentado en la cima de una colina cercana. Allí ha estado todo el día, contemplando el paisaje, echando raíces y conectando nuevamente con su madre, la Tierra.



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