Nuevo blogger

Desde el inicio de este año 2011, este blog pasa a escribirlo mi personaje más admirado, el jardinero. No es un ser irreal, pues tiene existencia en ese mundo que se halla más allá del tiempo y del espacio, en el Alam al-Mithal de los místicos sufíes, lo que Jung hubiera llamado el inconsciente colectivo.
Quién sabe, quizás sea él un ser real, y yo un personaje de su imaginación.
Grian

26 feb 2011

¿Quién soy yo...?


¿Cómo sabe la mariposa, en su encierro de crisálida, que dejó de ser una oruga?

No puede saberlo.

Cuando salga del capullo y extienda sus alas para secarlas al sol, sabrá que algo decisivo ha ocurrido en su vida. Pero seguirá sin ser consciente del prodigio obrado en su clausura en tanto no eche a volar y descubra que existía todo un universo más allá de su antiguo y estrecho mundo rastrero.

¿Quién soy yo dentro de ti, Grian?

¿Y quién eres tú dentro de mí?

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16 feb 2011

Dejar de pensar

El otro día encontré a la joven de los ojos negros a la orilla del estanque, ensimismada en sus reflexiones.
     —Si piensas tanto, te vas a alejar de ti misma —le dije en voz muy baja, para no sobresaltarla.
     Ella se volvió hacia mí con un gesto de extrañeza.
     —¿Acaso se puede no pensar, jardinero? —me preguntó ella con una sombra de duda.
     —¡Claro que se puede! —exclamé mientras me sentaba a su lado, sobre una roca.
     —¿Y cómo se hace eso?
     —Para estas cosas no existe el cómo —respondí—. Seguro que, en más de una ocasión, has dejado de pensar. Lo que pasa es que no te has dado cuenta.
     La joven de los ojos negros no dijo nada. Se limitó a interrogarme con la mirada.
     —Cuando contemplas el estanque y te sumes en el silencio —continué—, o cuando observas la puesta del sol en una tarde luminosa, ¿no te ha ocurrido nunca que, de pronto, has sentido una profunda paz?
     —Sí. Me ha pasado muchas veces —respondió.
     —Pues, justo un instante antes, habías dejado de pensar —concluí.
     Una leve brisa agitó los negros mechones de su cabello sobre su cara.
     —Pero lo malo de darte cuenta de que has dejado de pensar es que, en ese mismo momento, vuelves a pensar, al decirte «¡He dejado de pensar!» —añadí con una sonrisa traviesa.
     —Y, entonces, ¿cómo se consigue no pensar y ser consciente de que no estás pensando? —preguntó ella.
     —Tampoco hay un cómo aquí. Simplemente, sucede.
     —¿Y por qué dices que si pienso tanto me voy a alejar de mí misma? —preguntó ella retomando mis primeras palabras.
     —Porque cuando dejas de pensar es cuando eres realmente TÚ —respondí.
     —¿Es que, cuando pienso, no soy yo?
     —Bueno… podríamos decir que eres tú, pero con un montón de capas encima, que no te dejan verte con claridad —le expliqué—. Es un tú más pequeñito y asustado, lleno de ideas preconcebidas sobre sí mismo, aferrado a sus recuerdos y, de ahí, prisionero del tiempo.
     —¿Quieres decir que mi verdadero yo no es prisionero del tiempo?
     —Tu verdadero TÚ, ése que queda cuando dejas de pensar, vive en el presente y, por tanto, en la eternidad —contesté—. No tiene recuerdos y, por eso, tampoco tiene una imagen de sí mismo, ni condicionantes que le digan cómo es y cómo debe de actuar o sentir. Simplemente ES, sin más capas ni añadidos, y le basta ese sencillo SER para encontrar la paz.
     —Creo que te entiendo, jardinero —dijo la muchacha mientras dejaba perder de nuevo su mirada en la superficie cristalina del estanque.
     Guardamos silencio los dos, y nos entregamos a la contemplación del universo que había ante nuestros ojos.
     Y supongo que, durante algunos instantes, los dos dejamos de pensar… y dejamos de ser dos.

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7 feb 2011

Fronteras mentales

"Intenta imaginar una visión clara entre Palestina e Israel". Pintada en el muro entre Israel y Palestina


La otra tarde bajé al mesón que se encuentra a la entrada del pueblo, en el Camino Real. La tarde había sido fría y desapacible, y pensé que me vendría bien tomar algo caliente en compañía de algún amigo, junto a la gran chimenea de la taberna.
     Cuando llegué, me encontré a mi amigo el carpintero charlando con un joven del pueblo frente a un par de vasos de vino. En realidad, más que charlar, mi amigo estaba escuchando pacientemente la arenga que el joven estaba pronunciando sobre las bondades y virtudes de nuestro país, y sobre la necesidad de defender, por cualquier medio, nuestras señas de identidad frente a cualquier influencia foránea. He oído decir que a eso le llaman “patriotismo”.
     Al poco de sentarme con ellos le dije al joven:
     —Veo que tienes en muy alta consideración a nuestro país.
     —¿Acaso usted no? —me preguntó el joven en un tono desafiante.
     —Bueno… tengo en muy alta estima la tierra y los paisajes en los que vivo, las gentes con las que convivo y la cultura en la que arraigaron mis raíces —contesté—; pero no hasta el punto de enfrentarme a otras tierras, otras gentes y otras culturas, cuya influencia podría ser beneficiosa para todos.
     El joven hizo un gesto despectivo, pero no dijo nada.
     —Si hubieras nacido en otra tierra —insistí yo—, ¿habrías sido tan patriota de nuestro país y nuestra cultura?
     —No creo —contestó un tanto inquieto, sospechando adónde quería llevarle—. No habría tenido la suerte de conocer esta tierra.
     —¿Y no crees que existe la posibilidad de que haya otros países y otras culturas que, si hubieras tenido la suerte de conocerlos, quizás te habrían parecido más maravillosos que todo cuanto conoces?
     —Sí. Es una posibilidad —admitió aún más inquieto, aunque en forma displicente.
     —Y, si eso ocurriera, ¿te harías entonces patriota de ese país? —le pregunté con un gesto compasivo, viendo crecer su ansiedad, pero decidido a llegar al fondo del asunto.
     —Jamás —respondió él orgulloso—. Nací aquí, y jamás traicionaría a mi patria.
     —Entonces, la clave de tu alta consideración por nuestro país estriba en el hecho de que tú naciste aquí, ¿no es así?
     —Sí… supongo que sí —respondió claramente airado.
     —¿Y no te parece que te estás dando demasiada importancia a ti mismo —concluí—, al considerar que este país es el mejor del mundo por el mero hecho de que tú naciste en él?
     El joven no respondió. Me miró con una mezcla de ira y de vergüenza y, tras balbucear una escueta despedida, se fue del mesón.
     —Me parece que me acabo de hacer otro enemigo —le dije a mi amigo el carpintero con una sonrisa triste.
     —Las cosas que dices no son fáciles de aceptar —respondió él con afecto.
     —Sé que no es fácil desmontar las ideas que nos han inculcado como verdades eternas —respondí—, pero no hay otro camino, si queremos convertirnos en verdaderos hombres.
     —¿Tan malo te parece el hecho de que un hombre tenga sentimientos patrióticos? —preguntó él.
     —Depende —respondí—. Si eso te lleva a rechazar o despreciar a otros países y culturas, y a sus gentes, esos sentimientos se convierten en semilla de odios y guerras.
     Mi amigo no dijo nada. Me dio la impresión de que me comprendía.
     —Y, en cualquier caso —añadí—, toda vez que establecemos una separación mental entre nosotros y el resto del mundo estamos creando una frontera invisible. Y, por invisible que sea, toda frontera termina generando fricciones… y acaba convirtiéndose en fuente de rencillas y conflictos.

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